Cecil Beaton
(En 2004, al cumplirse el centenario del nacimiento de Cecil Beaton, la National Portrait Gallery de Londres organizó una gran muestra con los retratos de Beaton. A propósito de esa muestra yo escribí este texto)
El 14 de enero se cumplió un siglo del nacimiento de Cecil Beaton (1904–1980), uno de los más grandes artistas del siglo XX. Para conmemorar el aniversario, la National Portrait Gallery de Gran Bretaña organizó una gran muestra con sus retratos. Entre el centenar de fotografías presentadas — apenas una pequeña parte de su enorme producción — abundan las maravillas, las obras maestras, las fotografías que significaron un hito en la historia de la imagen. Pareciera que el artista no se permitió nunca nada menos que la perfección.
A semejanza de su amigo Jean Cocteau, Beaton fue un artista múltiple: además de fotógrafo, fue un dibujante original y se destacó desde muy joven como escenógrafo y vestuarista, interviniendo en la producción de decenas de óperas, piezas de ballet, obras de teatro y películas, dos de las cuales (Gigí, 1957, y My Fair Lady, 1964) le valieron tres Oscar. También se dedicó a la actuación: casi desde niño sintió que el mundo del teatro era el suyo. Y cuando comprendió que estaba en pleno dominio de su talento intentó una tarea quijotesca: transformar el mundo en su teatro.
También estaba dotado para la escritura. Especialmente de memoralia y fragmentos: sus diarios, libros de memorias, relatos de viajes y misceláneas son exquisitas crónicas de un mundo sofisticado, irónico, a veces mordazmente cruel, siempre culto y glamoroso, ya ido para siempre.
Para él, como para su ídolo Oscar Wilde, la belleza es algo perfecto, que le da sentido a ese caos de las sensaciones que llamamos mundo. La belleza brilla apenas un instante. En ese instante entrevemos un absoluto que no dura, que se desvanece, pero que hace que valga la pena vivir para gozarlo.
Como la belleza es perfecta, opinaba que ningún ser humano puede ser completamente bello. La belleza es obra del artista, no del mundo. El papel del artista, según Beaton, consiste en producir imágenes bellas partiendo de la materia viva, corruptible. “Mientras los fotografío y están bajo la luz del estudio — escribió en su diario — , para mis modelos el tiempo se detiene y puedo obtener una imagen hermosa. Pero cuando la luz se apaga, el tiempo vuelve a correr y los cuerpos siguen su camino hacia la muerte. Sólo la fotografía los muestra eternamente perfectos”.
En sus diarios han quedado las pistas que permiten reconstruir su singular mirada artística, que diseccionaba de un golpe de vista a su interlocutor, por maravilloso, distante o perfecto que pareciera. De Greta Garbo, por ejemplo, dijo que tenía las manos de una lavandera y que sus piernas y tobillos eran los más feos que recordase.
Por otra parte, Beaton creía que la belleza es patrimonio de todos. Cualquiera puede tener algo bello, sin embargo son muy pocos los que saben aprovecharlo, hacer de ello un punto central de su vida: esta cualidad es únicamente privilegio de las estrellas y de la gente que tiene carisma. El príncipe de Windsor, por ejemplo, le pidió que lo retratara de perfil izquierdo; “es el bueno”, le dijo; y el fotógrafo apunta en sus memorias que Eduardo tenía razón.
Cecil Beaton nació en Londres en el seno de una próspera familia de comerciantes madereros. Fue el mayor de cuatro hermanos. Según cuenta en sus memorias (publicadas en 1951 bajo el título de Photobiography), a los tres años decidió que quería ser fotógrafo cuando vio la postal de una actriz, mientras jugaba en la cama de su madre: la glamorosa imagen lo maravilló. A los nueve años ya tomaba fotos, ayudado por la institutriz de sus hermanas menores, una fotógrafa amateur. Ella fue quien le enseñó casi todo sobre iluminación y sesiones de retrato, además de los aspectos técnicos básicos.
En 1922 comenzó a cursar Artes en Cambridge, pero sus dos amores (el teatro y la fotografía) pronto lo alejaron de la carrera académica. A los 20 años (era 1924) diseñó su tercera escenografía completa — para una puesta londinense de Enrique IV, de Luigi Pirandello — , y esos dibujos fueron exhibidos más tarde en la Bienal de Venecia de 1928 (cuando Beaton ya festejaba sus 24 años).
En 1926 realizó su primer gran retrato, uno que haría época: fotografió a la escritora Edith Sitwell como si fuera una escultura funeraria de la Edad Media. Y al año siguiente ingresa como fotógrafo y dibujante permanente en Vogue, revista a la que permanecería ligado varias décadas. Sus trabajos para este medio se han convertido en clásicos de la fotografía de modas.
A fines de los 20 viaja varias veces a los Estados Unidos y amplía su contrato con Condé Nast (editora de Vogue), lo que lo lleva a publicar también en Vanity Fair. Para esta revista comienza a fotografiar a las estrellas de Hollywood, desde Gary Cooper a Marlene Dietrich. Se mueve como el pez en el agua en un ambiente que asocia el glamour y la sofisticación con la irreverencia y el escándalo. Está en el centro de todas las fiestas, incluso las más exclusivas, como las celebradas en la mansión San Simenon, del magnate William Randolph Hearst, quien inspiraría el personaje central de la película de Orson Welles El ciudadano.
Al cumplir los 30 ya era el retratista preferido del mundo de la moda, del cine, del teatro, de las artes visuales, de la literatura y de la música. Faltaba la realeza, pero por poco tiempo. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Beaton se convirtió en el fotógrafo oficial de los Windsor. Una foto suya, tomada durante uno de los bombardeos nazis a Londres, presenta a Jorge VI, la reina madre, y las princesas Elizabeth y Margaret, reunidos todos en torno del álbum de fotos de la familia. Por primera vez la casa real se mostraba en la intimidad, como una forma de transmitir a sus súbditos que estaban acompañándolos en esos difíciles momentos.
La carrera fotográfica de Beaton abarca casi cinco décadas, y él permanece siempre en el centro de la escena. Su principal logro, el que le permitió permanecer en la cresta de la ola, fue su increíble capacidad para reinventarse, para comprender la época sin traicionarse, sin dejar de lado esa elegancia eduardiana que mamó en la infancia.
En los 60, cuando el culto por la juventud se convirtió en universal y se produjo una masiva irrupción de nuevos talentos y estilos radicales, Beaton fue uno de los pocos de la vieja guardia que sobrevivió. Desde David Hockney hasta Richard Avedon, pasando por Andy Warhol y Mick Jagger, fueron legión los nuevos artistas que posaron para él. Se convirtió en amigo y maestro de la nueva generación.
Los nuevos artistas encontraron en él esa visión única, completamente original y a la vez ya clásica, que había fascinado a aquellos que, como el fotógrafo norteamericano Irving Penn, se habían inspirado en su obra ya en los años 40. Penn — otro gran retratista y fotógrafo de moda — cuenta que tuvo una especie de epifanía al ver el retrato de Quintin Hogg que Beaton había realizado en 1944: “cuando vi ese retrato — escribió Penn — , supe que todo era posible, y comprendí en la práctica lo que significa esa frase tan gastada, pero cierta en el caso de los genios, que dice que el arte no tiene límites”.
Esa capacidad de correr los límites, de crear un mundo tan exquisito como inquietante es la que sigue fascinando a los artistas más actuales, incluso algunos tan diferentes entre sí como Mario Testino o Wolfgang Tillmans. A comienzos de los 90 — una década después de la muerte de Beaton — su influencia seguía vigente y en relación con las producciones más audaces. Por ejemplo, el fotógrafo Johnnie Shand Kydd presentó su reportaje fotográfico sobre los nuevos artistas ingleses — los que escandalizaron al alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, con la muestra Sensation — que mostraba una clara sintonía con los retratos del grupo de los Jóvenes Artistas Británicos que Beaton realizó en los 20.
Al recorrer los retratos de la muestra en la National Portrait Gallery se comprueba que Beaton tiene una mirada singular para cada retratado, no hay nada que los unifique salvo esa inspirada individualidad. Es justamente su capacidad de encontrar lo propio de cada uno lo que identifica al artista.
La suya jamás es una mirada indulgente. El no maquilla a sus retratados para que luzcan mejor. La belleza surge porque él los mira de otra manera. En el retrato de Marianne Moore junto a su madre (1946) se ve la infinita tristeza que embarga a la escritora, casi a punto de llorar. En la fotografía de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, el primer plano ocupado rotundamente por Gertrude dice mucho del manejo del poder en esa pareja de mujeres que cobijó a los vanguardistas de principios del siglo XX. El retrato de la condesa de Oxford, Margot Asquith, tomado en 1927 (Beaton tenía 23 años) es de una audacia suprema, un retrato en el que no está el rostro: la condesa es vista de espaldas, vistiendo un traje de fiesta que hace juego, por las formas, con el cuadro abstracto que sirve de fondo a la escena.
En el cuidado por los detalles de cada uno de sus trabajos brilla su genialidad. Se cuenta que cuando estaban filmando My Fair Lady, Beaton le envió al director del film, George Cukor, una serie de mini biografías para que pudiera imaginar con precisión a cada personaje que iba a aparecer quizá durante un segundo en las panorámicas de la carrera de Ascot, una escena esencial en la película. Beaton imaginaba esa escena como si fuera un baile en la casa de los Guermantes, uno de los momentos más importantes de la novela En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Cada detalle, aún el más efímero (o, quizá, precisamente el más efímero) tenía un sentido grave, profundo. Como Proust, también Beaton entendió que, para el ojo atento, en el momento de éxtasis del baile ya comienza el mundo a diluirse.