El Rojas era una fiesta
Casi todo lo que produjo la cultura contemporánea argentina, surgió o alcanzó resonancia en el Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA). Es difícil pensar en algún artista o intelectual que no haya aportado su grano de arena para que el Rojas tenga semejante trayectoria. Por eso, dar cuanta, siquiera parcial, del conjunto de producciones y debates que allí se desarrollaron es imposible, ya que incluso la enumeración más exhaustiva achataría la densidad y desdibujaría la significación cultural de esas experiencias. Como, además, los últimos 23 años de mi vida están profundamente ligados al desarrollo del centro cultural de la universidad, más que apelar a una imposible historia objetiva prefiero dibujar el mapa íntimo de una institución cultural que no se parece a ninguna otra.
En 1984, cuando nació el Rojas, la sociedad argentina recién salía de la dictadura. El marco moral que regía los comportamientos públicos era tan mojigato que para los estándares actuales resultaría insoportable. Muchas de las cosas que ahora se dan por obvias ni siquiera habían sido pensadas. Faltaban todavía tres años para que el Congreso discutiese la ley de divorcio. Por la avenida Corrientes, desfilaban grupos nazis cantando: “Se va a acabar, se va a acabar, la sinagoga radical”. Era otro mundo.
En ese ambiente nacía el Rojas; y, encima, nacía pobrísimo (casi sin presupuesto). Para la prensa, directamente no existió durante años. Pero desde el primer momento, el centro cultural de la UBA demostró que poseía una prodigiosa apertura mental, moral y afectiva. La primera vez que ingresé por la puerta de Corrientes 2038 fue para ver un espectáculo del Clú del Clan. Era 1985, y no sospechaba que pocos meses más tarde me iban a invitar a formar parte de ese proyecto.
De 1984 a 1986, Lucio Schwarzberg (el director fundador del Rojas), asistido por la poeta y ensayista Tamara Kamenzsain (y algunos otros pioneros, como Adriana Barenstein y su grupo de Danza-Teatro), habían generado una programación cultural excelente, dirigida a los enterados. Uno de los hechos memorables de los tiempos heroicos fue la realización de la primera conferencia que el filósofo Jacques Derrida dictó en la Argentina. El que por entonces era el pensador más influyente del mundo no sólo no cobró honorarios (que hubieran sido imposibles de pagar), sino que además aceptó costearse su propio pasaje. A cambio de su colaboración desinteresada, el Rojas le gestionó un encuentro con Borges. Entre los presentes estaban Enrique Pezzoni, Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, Alan Pauls, Nicolás Rosa y Jorge Panessi.
En 1986, durante la presentación de una revista cultural, se me acercó Tamara (a quien nunca antes había visto) y me preguntó si quería sumarme al pequeñísimo equipo del Rojas. Antes de presentarme a Leopoldo Sosa Pujato (el director que acababan de nombrar), Tamara me dijo: “a Leopoldo casi no lo conozco porque asumió esta semana, pero creo que es un tipo muy interesante; vas a ver que te cae muy bien”.
Hablar bien de los muertos es fácil porque ya no comenten errores. Pero en el caso de Leopoldo (muerto de sida, muy joven, en 1995) me sería imposible no recordarlo con cariño y admiración: sin él, no existiría lo que me gusta del Rojas. Tenía algo que es muy raro de ver en la función pública: pasión. Logró crear entre todos los que trabajábamos en el Rojas un espíritu de cuerpo que era verdaderamente sólido. Desde los coordinadores de área a los administrativos, desde los artistas hasta los técnicos, todos nos sentíamos parte importante de un proyecto común (y ese espíritu se mantiene hasta hoy). En aquella época, cuando la CGT hacía una huelga general cada dos meses, el Rojas fue el único organismo estatal que nunca cerró sus puertas.
Recuerdo que la noche de 1987 en que Néstor Perlongher debía presentar su libro Alambres (había viajado especialmente desde Brasil para hacerlo), Buenos Aires estaba desierta y casi a oscuras porque coincidía con una de esas huelgas. No había colectivos, no funcionaba el subte y no se conseguían taxis. Casi ni circulaban autos particulares. El Rojas, sin embargo, estaba abierto e iluminado como si fuera una fiesta patria y a la hora en que se debía presentar el libro, milagrosamente habían llegado cien personas.
El primer proyecto que desarrollé fue el ciclo “Lengua Sucia (poesía para después de todo)”, que funcionó hasta fines de 1991. Con difusión boca a boca, una vez al mes llenaba las doscientas butacas del teatro con un público ululante y apasionado. La “gran reina” del ciclo sin duda fue Batato Barea.
La apropiación “teatral” que se ha venido haciendo de la producción de Batato a partir de su muerte resulta patética. Mientras él vivió, a la mayoría de la gente de teatro — incluso a los más audaces — les parecía, en el mejor de los casos, un sapo de otro pozo. Yo le ofrecí que basara sus nuevos trabajos en textos poéticos y así podría sumarlo al ciclo de poesía “Lengua Sucia”. De esa forma surgieron sus mejores obras: desde Alfonsina y el Mal hasta La Carancha, una dama sin límites (en la que compartió cartel con Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese), pasando por Un puré para Alejandra. Si Batato hubiera llegado al Rojas unos años más tarde, cuando se sumaron al área Teatro gente como Rubén Szchumacher, Vivi Tellas, Alejandro Tantanián, Rafael Spregelburg, Andrea Garrote, Daniel Veronese, Miguel Pitier o, ahora, Matías Umpiérrez, quizá la historia sería diferente, pero hasta su muerte fue más un “clown travesti” que un “actor”.
En 1988, propuse que invitáramos a César Aira a dictar un curso dentro del ciclo “Cómo leer” (por el que habían pasado desde Tomás Abrahan a Nicolás Casullo y de Luis Felipe Noé a Arturo Carrera). Aira –que por entonces, si bien ya convocaba un grupo de lectores fieles, era poco conocido- aceptó hablar sobre la obra de Copi. Esas clases se transformaron en el primer libro que publicó la editorial rosarina Beatriz Viterbo. De esas tramas, que se enriquecen con el concurso de nuevos actores culturales, está hecha la historia del Rojas.
Lo que marca la diferencia
Las transformaciones que fueron definiendo un perfil valioso no tuvieron ningún grado de predeterminación. Leopoldo arribó a la dirección del centro como una forma de castigo. Por sus diferencias con las autoridades fue expulsado de su importante cargo en el CBC (que por entonces era el proyecto privilegiado en la UBA) y nombrado director del Rojas, una dependencia que nadie sabía ni dónde quedaba.
El nacimiento de la galería de arte es otro ejemplo de estas “casualidades”. Hacia fines de los 80 el centro cultural tuvo su primera remodelación edilicia, que fue un parto doloroso. Yo propuse crear una galería de arte en el nuevo espacio que había delante de la sala teatral. La idea se aprobó y se me pidió que fuera su programador. Por suerte no acepté. Sugerí invitar a Gumier Maier, al que conocía desde hacía años y en cuyo ojo confiaba totalmente, a pesar de que nunca se había dedicado a ser curador de un espacio de arte (por entonces, ni siquiera se hablaba de “curación”). En 1989, en medio de la hiperinflación, Gumier aceptó el desafío de crear la galería, casi sin medios materiales (fue varios años más tarde que Ruth Benzacar donó la iluminación). En ese precario espacio debutaron Liliana Maresca, Feliciano Centurión, Marcelo Pombo, Miguel Harte, Román Vitali, Leo Battisttelli, Cristiana Schiavi, Omar Schiliro y tantísimos otros que hoy constituyen el eje de nuestro arte contemporáneo.
Junto a la Galería surgió el área de Artes Visuales y, luego, la Fotogalería (que aún coordina Alberto Goldenstein). En una época en la que la imagen fotográfica no estaba “de moda”, la Fotogalería fue el espacio en el que exhibieron casi todos los más importantes fotógrafos argentinos: de Marcos López a Res, de Aldo Sessa a Jorge Miño, de Esteban Pastorino a Rosana Schoijet.
Cuando propuse a María Moreno dictar seminarios en el Rojas, sucedió algo parecido: siempre creí que su mirada cimarrona era perfecta para hacerse cargo de un espacio de reflexión. Poco tiempo más tarde se integró plenamente, coordinando el área de Comunicación. Ella es quizás una de las pocas personas que puede dirigir esa área en este centro cultural, porque está muy atenta a lo que pasa en los medios sin supeditarse a la lógica de los medios.
El staff de coordinadores de las áreas no está conformado por funcionarios, sino por artistas e intelectuales. El Rojas es claramente un centro universitario: no convoca a “los correctos”, sino a los que son capaces de pensar desde otro lugar, a los que experimentan en el campo de la cultura y a los que proponen otros recortes. El Rojas le dio a la experimentación en danza contemporánea (coordinada por Alejandro Cervera) un lugar que no tiene en ningún otro centro cultural. Desde hace décadas ha recibido a las manifestaciones de la cultura popular (coordinadas por Coco Romero) con los brazos abiertos.
Si bien ahora cumple un cuarto de siglo, no vive de la nostalgia. En la presente década se creó un espacio que les ha dado voz a las travestis (a través del área Tecnologías de Género, que coordina Paula Viturro) y en este momento, bajo la dirección de Cecilia Vázquez, nace el área Cultura Web (que coordina Matías Puzio) para pensar el mundo virtual desde una perspectiva que no se somete a la tecnofobia de los nostálgicos de la imprenta ni al elogio acrítico que promueven las corporaciones tecnológicas.
Esa diferencia esencial (“mirar el mundo desde otra perspectiva”) que caracteriza la política cultural del Rojas es la consecuencia feliz de lo que Leopoldo Sosa Pujato trajo el día que se hizo cargo del centro, y sin lo cual a mí no me gustaría seguir produciendo acá: permiso para equivocarse, pasión por encontrar lo nuevo.
(Escribí este artículo por el 25º aniversario del Centro Cultural Ricardo Rojas y lo publicó originalmente el diario La Nación en 2009)