Foucault profesor, maestro subversivo

daniel molina
9 min readOct 16, 2024

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En mayo de 1975, dos días después de que Michel Foucault tuviera su primera experiencia con el LSD en el Valle de la Muerte (California), el filósofo francés fue a visitar una comuna de jóvenes que profesaban el taoísmo. Acompañado por el profesor Simeon Wade (quien lo había introducido en la cultura del ácido lisérgico), Foucault escaló las colinas de Mount Baldy, que se encuentran al sur del estado, para llegar a las cabañas de madera en las que vivían los jóvenes taoístas. Foucault iba a Mount Baldy porque deseaba volver a ver a un joven brillante y hermoso que lo había deslumbrado (la belleza del discípulo era un rasgo tan esencial para el filósofo francés como lo había sido para los pensadores de la Antigüedad). El joven se llamaba David y era estudiante de doctorado. Lo había conocido algunos días antes en una de las tantas fiestas a las que fue invitado durante esos agitados días de sus cursos en la Costa Oeste de los Estados Unidos.

Apenas los miembros de la pequeña comunidad se enteraron de que eran visitados por tan ilustre personaje se reunieron en torno al filósofo y le dejaron desempeñar uno de los papeles que más le gustaban: el de un Sócrates moderno, el maestro subversivo de los jóvenes. Uno de los muchachos le confesó que se sentía completamente perdido. «Tienes que estar perdido si eres joven; verdaderamente no intentarás nada, a menos que te sientas perdido. Es una buena señal; yo también me sentí perdido cuando tenía tu edad», le respondió Foucault. El joven insistió: «¿Debería arriesgarme?». Foucault no dudó: «Por supuesto, debes salir al mundo aunque sea cojeando». El muchacho, casi con un hilo de voz, suplicó: «Es que necesito soluciones». De forma tajante el filósofo francés afirmó: «No hay soluciones».

Después de este breve diálogo, y gozando del impacto que había causado entre sus oyentes, Foucault estaba tan exultante que se ofreció para ir a cortar leña. A todos les sorprendió la fuerza y la destreza con que manejó el hacha. Le tomaron una foto con ella y el filósofo la tuvo colgada en su estudio de París hasta su muerte. Al volver al fogón uno de los jóvenes le dijo que él creía que necesitaba una psicoterapia: «¿Cuál le parece la más conveniente?». Foucault sorprendió a todos cuando dijo: «Creo que la freudiana le hará bien». Los presentes sabían que el autor de Historia de la locura había realizado una de las críticas más severas contra el psicoanálisis y, además, había elogiado el libro de Deleuze y Guattari, justamente titulado AntiEdipo; quizá por eso insistieron: «¿No sería mejor que recurriera al esquizoanálisis que propone su amigo Deleuze?». Foucault lanzó una carcajada. Cuando logró controlar la risa, agregó con total desparpajo, dándoles una clase de antidogmatismo: «No puede haber una teoría general del psicoanálisis, cada uno tiene que experimentarlo en sí mismo».

Esa tensión entre pensamiento y vida, ese choque entre el caos de la realidad y la apuesta a la belleza del sentido que ofrece el arte es la que está en la base de la pedagogía foucaultiana. Una pedagogía inspirada por su pensamiento, que es militantemente no sistemático. Su vida y su obra -a pesar de su recomendación de separarlas, que se ha convertido en un dogma casi religioso entre los académicos foucaultianos- coinciden en un punto central: la contradicción permanente, esa forma paradójica de sostener una idea y su contraria, que lo hermana a Jorge Luis Borges, a Friedrich Nietzsche y a Oscar Wilde.

Al comentar el apoyo que el filósofo francés brindó a algunos movimientos políticos no democráticos (como la revolución islámica iraní) y su preferencia por las experiencias eróticas sadomasoquistas homosexuales (lo que le ganó la crítica de buena parte del feminismo), el escritor Edmund White dijo: «Michel Foucault era un hombre que se sentía atraído política y sexualmente por las formas más totalitarias del poder. Durante toda su vida luchó contra esa atracción. Eso es lo que yo más admiro de él».

Durante las grises mañanas del otoño parisino, Foucault parecía encarnar un tipo radicalmente diferente de profesor: en su cátedra del Collège de France era el más brillante encantador de serpientes de la elite intelectual francesa. Dictaba clase como quien arma, ante los ojos deslumbrados de un niño, un complejo rompecabezas. Foucault comenzaba planteando un enigma, por lo general, en forma de paradoja: durante el curso, como en un cuento policial de Chesterton, el misterio se iba, a la vez, ahondando y develando. Ahora, con la edición en texto de todos los cursos que dictó en el Collège, es posible descubrir ese «otro» Foucault.

Más aún que en sus libros, en las clases que el filósofo dictó en el Collège de France es visible su costado literario. Cada investigación, cada tema, cada cita, cada ejemplo que presenta a los alumnos parece un cuento: más que argumentar, Foucault narra; y narra como sólo saben hacerlo los grandes escritores. Su costado socrático (o platónico), sin embargo, no es tan fácil de descubrir cuando se leen sus cursos universitarios. Ya en La verdad y las formas jurídicas (transcripción del curso que dictó en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro) se puede ver que el Foucault de la cátedra no se parece al del fogón californiano.

Sus clases en el Collège de France eran masivas: se habían convertido en una de las más famosas y populares atracciones intelectuales en el París de los 70 y comienzos de los 80. Eso obligó a Foucault a adoptar una forma más convencional para la transmisión del saber. Sin embargo, el efecto que causaron sus cursos institucionales también fue revulsivo: presentaba problemas inéditos o formas inéditas de ver las viejas cuestiones; lanzaba frases inquietantes como quien dice algo obvio. A la manera de un actor experimentado, tenía al público en la palma de la mano. Al igual que el Platón del Banquete, Foucault creía que no se aprende nada importante si no hay seducción. Sin amor, sin una profunda empatía afectiva entre maestro y discípulo no hay enseñanza.

Aunque ya había alcanzado la popularidad y sus libros se vendían por decenas de miles, a fines de los 60 el filósofo francés creía que aún no había logrado el reconocimiento que se merecía: movió cielo y tierra para lograrlo. Sabía que no podría aspirar a una cátedra en la Sorbona: a pesar del Mayo Francés, la principal universidad parisina seguía siendo muy conservadora. Sin embargo, con el apoyo decisivo de investigadores de la talla de Georges Dumézil logró ingresar en la más prestigiosa institución intelectual de su país: el Collège de France.

El Collège es atípico: fundado en el siglo XVI, no exige diploma a sus miembros ni concede grado a sus estudiantes. Sus miembros son elegidos por los mismos profesores, como una forma de recompensar a los más importantes artistas y científicos (en disciplinas que van de la música a la matemática). Los profesores dan un curso anual en el que exponen el trabajo original que están investigando. Esos cursos están abiertos al público, que no necesita cumplir con ningún requisito para presenciar las clases. Era el ámbito ideal para Foucault.

El 2 de diciembre de 1970, el filósofo dictó su clase inaugural en el Collège. Fue un acontecimiento: el diario Le Monde envió a uno de sus periodistas más conocidos para cubrir el hecho. En su crónica, Jean Lacouture registró: «Ante un público que está esperando que lo encanten, se presentó un personaje calvo, de piel marfileña, de aspecto budista y de mirada mefistofélica, a quien la seriedad del momento no le impidió mostrar su irreprimible ironía».

La conferencia inaugural de Foucault fue una más de las tantas paradojas que abundan en su vida y en su obra: subversiva por su tema (fue la primera vez que desmontó en público los mecanismos que articulan el poder), era a la vez muy clásica por el impresionante despliegue de erudición y elocuencia.

A pesar de que el filósofo francés estaba interesado en lograr un importante reconocimiento, no hizo el más mínimo esfuerzo para establecerse como un gurú en el mundo de la investigación y no le importó jamás tener discípulos. Pierre Bourdieu dijo que Foucault «no se preocupó nunca por acaparar poderes académicos o incluso científicos y, por lo tanto, no tuvo la clientela que esos poderes proporcionan; y esto fue así a pesar de que tenía una fama que le permitía casi todo».

Sin embargo, las causas políticas a las que adhirió lo obligaron a aprovechar enérgicamente el prestigio cultural y social que tenía, especialmente como profesor. En setiembre de 1960 había conocido al hombre que sería su pareja de toda la vida, el que lo inició en la lucha política activa: Michel Defert. Hasta entonces, Foucault había observado la política con mucha desconfianza.

Por entonces, Defert (que era 10 años más joven que el pensador) estudiaba filosofía y militaba en la nueva izquierda. Foucault, a pesar de cuestionar la ingenuidad de muchas de las ideas progresistas, estaba fascinado con la vida comprometida que llevaba Defert. Por eso, cuando su compañero tuvo que ir a Túnez para cumplir con su servicio militar, Foucault, para estar con él, consiguió un cargo de profesor en la Universidad de Túnez. La relación con Defert (que de alguna manera también era la relación con la política y con los estudiantes radicalizados) fue uno de los ejes centrales de la vida del filósofo. En una entrevista de 1981, refiriéndose a su relación con Defert, Foucault declaró que «desde hace dos décadas vivo en estado de pasión con una persona; es algo que está más allá del amor, de la razón, de todo; sólo puedo llamarlo pasión».

En febrero de 1971, apenas dos meses después de su conferencia inaugural en el Collège de France, Foucault anunció la creación del «Grupo de información sobre las prisiones». Para investigar, denunciar y ayudar a cambiar la vida en las cárceles, Foucault había convocado a Jean-Paul Sartre, a Jean Genet, a Yves Montand y a Simone Signoret, entre muchos otros intelectuales y artistas famosos. A pesar de que la agrupación se caracterizó por usar métodos no violentos, fue una de las iniciativas políticas más radicales que produjo una época que todavía era capaz de imaginar un mundo menos cruel.

En su visita a las cabañas del sur californiano, Foucault sintió que se comunicaba con los jóvenes de una manera que hasta entonces desconocía. Esa experiencia lo transformó. El filósofo francés solía hablar de ese viaje como de su epifanía: el momento en el que había alcanzado alguna forma de iluminación que era difícil de explicar en términos racionales.

Después de la charla junto al fogón, el filósofo participó de un baño colectivo en una laguna de la montaña. El momento era casi religioso. Para secarse se tendieron desnudos en una gran roca que estaba junto a una cascada. Allí, Foucault retomó el diálogo con los muchachos.

«¿Eres feliz?», le preguntó David, el joven por el que había ido a la montaña. Foucault se tomó su tiempo para responder: «Estoy feliz con mi vida, pero no tanto conmigo mismo». David no creía que fuera fácil hacer esa distinción: «Si le gusta su vida, y de alguna forma se siente responsable por ello, se debería sentir bien consigo mismo», le dijo. Foucault lo miró sorprendido y le respondió que no se sentía responsable de lo que le había ocurrido en su vida. Dos formas de ver el mundo se enfrentaban: el antiliberal y nietzscheano Foucault y los liberales muchachos californianos (aunque se pensaran taoístas, eran anglosajones hasta la médula: la responsabilidad personal es algo incuestionable).

Hubo un largo silencio. Las estrellas brillaban. Las colinas cubiertas de pinos se veían a lo lejos como bosques encantados. El momento era mágico cuando Foucault rompió el silencio: «Creo que cuando Nietzsche habla de la voluntad se está refiriendo a lo poco responsable que un hombre es de su propia naturaleza. A nadie se le puede pedir cuenta de sus actos, a nadie se le puede juzgar por su naturaleza; juzgar es lo mismo que ser injusto, dijo Nietzsche y estoy de acuerdo. El individuo es contingente, está formado por el peso de la tradición moral; por eso no es verdaderamente autónomo. Hay que ser un héroe para enfrentarse con la moralidad de la época. Hay que ser un verdadero héroe para transformarse en lo que uno mismo es, por encima de las convenciones morales de la época». Foucault, reflexionando junto a los alumnos, también sabía aprender. Apenas un año después de este viaje a California concluyó sus investigaciones sobre el poder y comenzó sus estudios sobre la sexualidad y la ética: fue la etapa final de su pensamiento, la que concluyó en 1984, con su muerte.

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Written by daniel molina

¿Que yo me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Yo soy inmenso, contengo multitudes.)

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