James Cameron, fabricante de mitos
Por Daniel Molina
Orson Welles dijo: “En Hollywood consideran que un genio es alguien que se murió hace diez años”. A Welles siempre le dolió que Hollywood no reconociera su talento. Recién en 1971, al cumplirse los 40 años del estreno de El ciudadano, la Academia le otorgó un Oscar honorífico, que es uno de esos premios consuelo que reservan para expresar que no se olvidan de los que han olvidado: no los premiaron nunca, pero saben muy bien que no los han premiado y con ese Oscar honorífico lo ratifican. Lo mismo hicieron con Fred Astaire, Charles Chaplin, Greta Garbo, Buster Keaton, Cary Grant, Groucho Marx, Jean Renoir y Robert Altman, entre muchos otros. Como todo lugar de poder, Hollywood es cruel.
No solo la Academia se da el lujo de maltratar a los grandes. También la crítica. Es común aun hoy leer en la crítica cinematográfica que un genio de la talla de Spielberg “hizo algunos filmes destacables -cada crítico tiene su favorito y no siempre coinciden-, pero gran parte de su cinematografía es cursi, sensiblera, cuando no directamente anodina”. Hitchcock, el más grande de todos, logró en vida el reconocimiento crítico que durante décadas le había sido negado gracias solo a que existió un momento excepcional en la crítica francesa: la de los directores de la nouvelle vague.
Si cineastas de la talla de Welles y Hitchcock, que siempre tuvieron un guiño para los espectadores más cultos, recién obtuvieron pleno reconocimiento al final de sus vidas y, más aún, luego de sus muertes, ¿qué puede esperar un hacedor de éxitos comerciales gigantes como es James Cameron? La crítica periodística no lo ama, pero le perdona la vida a Cameron (quizá justamente porque sus films son taquilleros). A su vez, el público culto en general, y el de formación literaria en particular, suele despreciarlo (quizá justamente porque sus films son taquilleros).
Cameron es un caso extraño, quizá único en la historia de Hollywood. Ha producido pocos filmes, pero todos significativos: apenas ocho en 35 años. No queda claro si su primer película fue Piraña 2, estrenada en 1981, (proyecto del que fue despedido antes de terminar la tercera semana rodaje, pero las historias del cine la registran como su debut) o Terminator (1984), film que no solo dirigió sino del que también fue responsable (junto a otros dos escritores) del guión.
Mientras filmaba Terminator, Cameron entregó el guión de Alien, el regreso (que luego dirigiría) y escribía también el guión, junto a Sylvester Stallone, de la segunda parte de la saga de Rambo. Todo eso en poco más de seis inspirados meses de 1984. El tercer film, El abismo (1989), fue quizá su único “fracaso” comercial, ya que no alcanzó a reventar la taquilla, tal como hicieron todas sus otras producciones.
En 1991, James Cameron se transforma en James Cameron. Logra lo que Nietzsche decía que era, a la vez, la tarea espiritual más difícil y la única valiosa en la vida: lograr ser el que uno ya es. Cameron accede al control total de su obra: escribe, dirige y produce Terminator 2: El juicio final. Tiene a su disposición el presupuesto más grande que hasta entonces se había dedicado a una película: 100 millones de dólares y usa gran parte de ese dinero en efectos computados. Fue un éxito tan grande que en ese momento fue el segundo film más taquillero de la historia (recaudó más de 500 millones), superado solo por E.T, de Spielberg.
El próximo film de Cameron será una sorpresa: la única comedia que hizo hasta hoy: Mentiras verdaderas. Se estrena en 1994 y nuevamente se encarga del guión, la producción y la dirección. El contexto, la historia, el género cambian, pero Cameron sigue apostando al que hasta entonces era su actor fetiche: Arnold Schwarzenegger. Desde Terminator hasta Avatar, Cameron es un director de epopeyas (incluso románticas, como puede ser vista Titanic), la única que rompe ese esquema es Mentiras verdaderas. Pareciera que después de la lucha final en Terminator 2 y antes de la epopeya misma que será filmar Titanic, Cameron quiere divertirse. Y logra que el espectador lo disfrute junto a él.
En los últimos 19 años, Cameron estrenó solo dos películas, pero son las que más espectadores convocaron en todo el mundo en toda la historia del cine: Titanic (1997) y Avatar (2009). En enero de 2010 Avatar fue el primer film en superar los 2.000 millones de dólares de recaudación y superar a Titanic, que era por entonces el film más taquillero. Cameron produce, escribe y dirige solo films que emocionan a cientos de millones (o, quizá, a miles de millones, porque el mercado negro en oriente de ambas películas supera la recaudación oficial). ¿Qué artista existió jamás que sea más universal?
Terminator reactualizó el Evangelio cristiano sin hacer ningún alarde (hasta el punto de que la relación bíblica pasa inadvertida para el 99% de los espectadores): el Salvador, desde el futuro en el que lucha contra el demonio -las máquinas creadas por el hombre: los ídolos adorados por la era tecnológica-, envía a su emisario para anunciar y embarazar a la que lo engendrará. Así como Terminator pone el acento en una epopeya ética que nos transforma, Titanic muestra que cada cual puede transformar su vida, aun en condiciones terribles (o, quizá, justamente porque vivió condiciones terribles).
A pesar de la grandeza estética y ética de esa relectura de la Biblia en clave punk que es Terminator, la obra de arte más significativa de las últimas décadas es Titanic. La filmación -la concepción intelectual, la escritura del guión, el diseño de producción, todo- en Titanic ya es una aventura épica. Titanic tiene todo para deslumbrar y ofrecer un relato único. Como en la Cartuja de Parma, de Stendhal, en Titanic se presentan todos los elementos para hacer de una historia un momento supremo de la experiencia estética. Como bien recuerda Roland Barthes en Nunca se logra hablar de lo que se ama (el último artículo que escribió, dedicado, justamente, a La Cartuja de Parma y a Stendhal), para conmover la imaginación y la conciencia de una época es necesario fundar un mito. No cualquiera lo logra. Stendhal alcanzó a producirlo en La Cartuja de Parma. Cameron lo logra, en grado superlativo, en Titanic.
Un mito necesita una serie de enfrentamientos: pobres contra ricos, suerte versus adversidad, libre albedrío enfrentado a destino, tiempos que se complementan y se contradicen, situaciones que nos muestran lo oculto y, a la vez, secretos que se sugieren y nunca se develan, finales trágicos, vidas trágicas, pero vividas con una intensidad que logran darle sentido a un universo sin sentido. Como La Cartuja de Parma, también Titanic tiene todo eso y logra exponerlo con una maestría que nos asombra.
Hay momentos en que Titanic homenajea los films soviéticos más audaces, como El acorazado Potemkin, poniendo en escena la visión de los estamentos sociales según el lugar que ocupan en el barco: arriba, los más ricos; luego, la clase media; abajo, los pobres; y más abajo aún los trabajadores, que sudan como locos moviendo ese mundo en el que se mezcla todo con su trabajo esforzado. Cuando se ve el trabajo de los hombres en las bodegas y calderas (que, además, son los primeros en morir), Titanic produce una poesía tan trágica como realista, en una graduación tan sutil que puede pasar inadvertida, pero genera un sentimiento tan poderoso que hace del espectador un cómplice, sin quererlo.
Cameron no solo reconstruyó el barco en la misma escala que poseía el original sino que filma el hundimiento en tiempo real: es decir, desde el momento en que se ve que chocan con el iceberg hasta que el barco colapsa totalmente pasa en el film exactamente el mismo tiempo que el que le tomó al barco hundirse en 1912. Ese preciosismo de la reconstrucción del barco y de la época, y ese preciosismo del ritmo temporal es el que logra que el espectador viva una experiencia semejante a la del pasajero que se enfrenta al horror de la deriva y la muerte en la noche helada del Mar del Norte.
El diálogo entre el presente de la narración (que supone una búsqueda de los tesoros ocultos en el barco, en especial un diamante que perteneció al personaje femenino principal, Rose), las escenas reales filmadas a 4000 metros bajo el agua y la reconstrucción del pasado son las que generan el núcleo narrativo del film. Cameron hace de la casualidad el eje narrativo principal. Gracias a la suerte en la partida de cartas es que Jack (el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio) accede a un boleto en el barco para viajar a Nueva York.
Como la vida que le espera a Rose en América le parece horrible, ella intenta suicidarse y Jack la salva. Eso genera entre ellos un vínculo que se transformará en amor: el amor perfecto porque dura solo un día. No tiene tiempo de decepcionarse. Ellos aprovechan ese día: sus vidas se transforman completamente.
Jack es invitado a comer con los millonarios en el restaurante de la primera clase. Le prestan un smoking y lo sientan en la mesa principal. El novio oficial de Rose lo toma de monigote. Los ricos piensan reírse de él. Lo invitan a hacer el brindis de la noche y Jack da la clave del film, de la vida, de toda experiencia intensa. Dice: “Hagamos que el día valga la pena”. Titanic es el relato de ese brindis, de ese momento crucial: solo para Rose y Jack esa frase tuvo sentido. Jack murió amando. Rose transformó su vida. Se liberó de la condena a la que estaba destinada y fue una mujer libre.
“Hagamos que el día valga la pena”. En esa frase del brindis, que Jack comparte en la mesa de los ricos de Titanic, se escucha como en eco el Carpe Diem de los romanos: comprender que cada instante puede ser el último. Comprender que el único sentido de la vida es hacer que ella valga la pena.
¡Gracias Cameron por ese brindis! Ojalá no tengas que pasar diez años muerto antes de que se den cuenta de que sos un genio.