
La muñequita negra
Yo tenía una muñequita negra. No sé quién me la había regalado. Recuerdo poco de esa época. ¿Qué edad tenía yo? ¿Tendría cinco o seis años? Apenas me quedan unas postales confusas, en blanco y negro, que cada tanto envía el pasado. Postales cada vez más borrosas, como esas fotos que nos sacaban las tías con sus cámaras baratas.
Las escenas en que aparece mi muñequita negra ingresan a la memoria a un ritmo vertiginoso, casi de videoclip. Parecen cortometrajes hechos por los alumnos de las escuelas de cine: fragmentos mal compaginados, deliberados flashback hacia la nada, de golpe una lentitud digna de Bergman que detiene la mirada sobre un detalle aislado que ya no dice nada: la obsesión por un objeto.
Yo tenía cinco años, digamos, y una muñequita negra que era mi juguete favorito (al menos, así lo recuerdo). Un día –era de noche—, mi padre discutió con mi madre a causa de la muñeca. Yo no entendí qué decían ni qué tenía mi juguete para desencadenar un hecho tan excepcional –no recuerdo que ellos discutieran a menudo—. Al otro día –era de mañana — mi madre me dijo que tenía que tirar la “negrita” o regalársela a mi prima.
Rogué, lloré y pedí que me explicar por qué debía desprenderme del juguete que me acompañaba a la cama y velaba mis sueños. Mi madre me dijo –me aparece oír su voz y me emociono — que ya no tenía edad para seguir jugando con muñecas. Los varones juegan al fútbol y andan en bicicleta. Las chicas juegan a ser mamás.
Como no se me ocurrió ninguna idea mejor que oponer a este disparate, pero sin resignarme a desprenderme de la muñequita, volví a llorar y rogué y rogué con esa insistencia insoportable de la que sólo somos capaces en la niñez. Tanto insistí que mi madre me autorizó a conservarla, pero me pidió que la escondiera y que jamás –jamás de los jamases, dijo — mi padre me viera jugando con ella.
Siempre fui medio lerdo para las tareas clandestinas. No sé mentir, se me nota enseguida. Mi padre, al poco tiempo, me vio sacándola del escondite: yo la ponía debajo del colchón de mi cama para tenerla a mano a la noche (dormía abrazado a ella). Si el mismo Júpiter tronante hubiera montado en cólera frente a mí, yo no me hubiese asustado tanto. En un par de segundos la “negrita” fue a parar al tacho de basura —¡mi compañera nocturna en la basura!—. Mi padre rugió una ira sorda y aterradora: dijo unas frases que no entendí, pero que significaban una amenaza terrible si volvía a verme con una muñeca.
Desde entonces trato de entender qué fue lo que sucedió. Qué podría tener la muñequita negra para desencadenar semejante enojo en mi padre. El, por lo general, era un hombre bueno, calmo, simpático, divertido, lleno de amigos. Si bien se mostraba más severo conmigo que con mi hermano menor, sabía demostrarme su afecto. ¿Por qué, entonces, había asesinado mi amiga de trapo?
Pocos otros recuerdos tan traumáticos encuentro en mi memoria cuando hecho una mirada a la infancia. Incluso recuerdo que durante el velorio de mi padre –yo tenía nueve años cuando sucedió — no sentí una pena equivalente a la que sentí por la pérdida de la muñequita. A él lo lloré, desconsoladamente, casi un mes después de muerto. Fue una noche entera de lágrimas. Mi cama quedó tan húmeda que mi madre pensó que me había orinado mientras dormía.
Cuando papá murió, yo ya estaba acostumbrado a ir a velorios. La gente se muere. Suele suceder. Mi familia era muy grande. Tenía muchos tíos, primos, primos de primos, tíos de tíos, amigos de la familia, amigos de mi madre o de mi padre: verdaderos batallones de gente. Siempre alguien se moría. Entonces, había un velorio. Allí iba mi madre con sus dos hijos vestidos con unas casaquitas de terciopelo azul oscuro, camisitas blancas de seda y moñitos de raso negro. Un uniforme similar al que usábamos para ir a los bautismos, comuniones y casamientos (siempre alguien se casaba, alguien nacía, alguien crecía).
Yo era algo así como el príncipe de esa mafia hornada que era la enorme familia a la que pertenecía. De muy chico creía que el mundo era una extensión de mi familia. Mi madre era “el capo”, la Don Corleone. Para todo se la consultaba a ella. Donde había un enfermo, ahí estaba. Aconsejaba a las que se iban a casar, consolaba a las viudas. Con ella siempre estábamos mi hermano y yo. Todo el mundo nos regalaba cosas. Tenía tantos juguetes que con algunos no jugué nunca.
No sé por qué adoraba a la muñequita. Sólo sé que desde que la perdí todo cambió. Ya a los cinco o seis años me daba cuenta de que yo era distinto: no jugaba al fútbol, nunca aprendía a andar en bicicleta, no sé ni silbar ni chiflar estruendosamente, no me gustaban las peleas, sigo siendo torpe en el mundo de las destrezas corporales; por contrario, me caían bien las muñecas –aunque creo que sólo tuve esa—, me gustaban los libros ilustrados, oír cuentos fantásticos, jugar con los números y los ladrillos de goma para construir edificios. Soñaba con palacios y príncipes. Adoraba a los griegos y a los egipcios que me mostraban sus maravillas desde las páginas de la enciclopedia infantil Lo sé todo.
Una muñequita arrojada a la basura por un padre que murió pocos años después. Una gran familia capitaneada por una madre a la que, encima, apodaban “Negra” (por extensión, a mí me llamaban cariñosamente “Negrito”). ¡El negrito que tenía la muñequita negra! Parece el chiste excesivo de un mal guionista, demasiado freudiano.
Mi padre, que sabía poco sobre el psicoanálisis, me miraba y ponía cara de preguntarse en qué había fallado conmigo. Yo me daba cuenta de eso, pero no veía nada malo en mí –salvo que empezaba a sentir una culpa sin objeto que me corroía el alma—.
A pesar de que ahora tengo otra muñeca –me la regaló María Moreno—, ésta no me dice nada. Me parece que se parece a la que perdí: piel color chocolate, vestidito rojo a lunares blancos, un moño en la cabeza. Pero apenas es un adorno. La tengo en mi escritorio, sentada en uno de los estantes de la biblioteca. Objeto entre objetos.
La infancia quedó atrás para siempre. Siento que ese pasado le sucedió a otro. Está tan perdido como aquella muñequita de trapo que acabó sus días en el tacho de basura. Quizá mi niñez también fue arrojada al rincón de los desperdicios. Siempre que intento recordar el pasado lo veo distinto, cada vez más débil, más difuso. Querer rememorarlo se parece al esfuerzo inútil que hacemos para retener un sueño: agua que corre entre los dedos. La mano difusa de la muñequita diciéndome adiós desde la basura.