Somos monos con iPhone
A pesar de la ropa deportiva, los humanos actuales seguimos teniendo un cuerpo formado hace millones de años. Toda nuestra cultura (desde el automóvil a la vida en ciudades -ambos inventos están relacionados-) trata de hacernos olvidar que bajo la ropa llevamos un animal que pertenece a la familia de los primates. Somos simios que usan iPhone. Esta contradicción entre la pulsión simiesca y el deseo de ser espíritu es la que nos lleva hoy a cuestionar la forma de organización política en la que elegimos vivir durante los últimos tres siglos: la democracia.
¿Por qué la democracia es tan cuestionada en nuestra época? Porque vivimos la mayor rebelión tribalista desde que fundamos la ciudad hace unos 10.000 años. Durante millones de años, los primates que llegaron a ser homo sapiens vivieron en manadas relativamente pequeñas, como los chimpancés, nuestros primos más cercanos. Ese largo proceso de la evolución ha dejado mucho en nuestros genes: desde los sesgos cognitivos, que obnubilan el pensamiento racional, hasta el espíritu de manada.
La vida en manada es la que determina muchas de nuestras decisiones y sostiene la mayoría de las emociones que tenemos. Eso sigue existiendo aun en una época en la que lo que más valoramos es la independencia y el individualismo. Entre nuestro ideal actual (vivir solos, no depender de nadie, ser emprendedores, creativos, máquinas capaces de todo sin contacto con el resto de la humanidad) y la antigua convivencia en la tribu paleolítica está la invención de la ciudad.
Vivir muchos juntos en un mismo lugar nos dio enormes beneficios. En primer lugar ya no teníamos que ir tras los animales para cazarlos. Ahora algunos eran domesticados, criados en lugares controlados y servían para proveer leche y carne. Pero incluso esta ventaja (tener ganado, tener corrales) implicaba un trabajo extra: había que darle de comer a esos animales. Gran parte de lo que se sembraba iba al ganado. Había que trabajar muchísimo más que antes. Cada nuevo desarrollo nos hizo trabajar más y sufrir más.
Para vivir juntos inventamos distintas formas de dominio: desde la monarquía absoluta y tiránica a la democracia directa. La política es solo otra tecnología más; la que permite a las sociedades gerenciar de la mejor forma posible la convivencia de miles o de millones en un mismo territorio sin tener que estar ejerciendo la violencia todo el tiempo. Vivir de a muchos “en paz” nos hace terriblemente poderosos (pudimos exterminar a todos los animales que se nos opusieron), pero también nos estresa.
Llevó milenios pasar de las monarquías absolutas a las repúblicas democráticas, que es el mundo en el que hoy vivimos. Dos siglos de democracia republicana no parece mucho tiempo, pero esta nueva forma de organización nos permitió el mayor crecimiento económico y material de la historia de nuestra especie: en los últimos 250 años (desde la Revolución Francesa, digamos) pasamos de ser 800 millones de individuos a 8.000 millones.
Tokio con casi 40 millones de habitantes, Shanghái con 30 millones, San Pablo con 25 millones y Buenos Aires con más de 15 millones están muy lejos de las primeras aldeas humanas en las que las pequeñas tribus nómades comenzaron a asentarse e iniciaron el proceso que llamamos “la civilización urbana”. Tenemos aun el cerebro del primate de hace 6 millones de años del que provenimos -ese primate que vivía en manadas de 40 individuos-, pero ahora vivimos en ciudades gigantescas y con una complejidad organizativa que era impensable hace incluso un par de siglos.
Mientras no tenemos límites en el campo de desarrollo tecnológico, nuestro cerebro -esa máquina que guía todo este proceso- está diseñado para vivir en pequeños grupos y obedecer al “jefe” -ese jefe puede no ser una persona, sino un conjunto de ideas o creencias que adopta la mayoría de nuestro grupo-. Por eso nos fascina estar de acuerdo con la gente que nos gusta y por eso mismo nos repele la gente de “otra tribu” (que siempre vemos como potencialmente gente enemiga).
Somos simios que se han puesto un jean y tienen un celular en la mano. La vida contemporánea cada vez nos estresa más. Mientras más digital es el mundo que nos rodea más impacto negativo tiene en nuestro cerebro. No es la democracia la que no nos satisface, sino el mundo virtual en que vivimos y del que ya no podemos escapar. Pero como seguimos siendo animales necesitamos tener un enemigo físico al que hacer responsable de nuestros fracasos y ahora inventamos la lucha contra “la casta”: ese grupo malvado que tiene todos los privilegios y nos exprime. Seguimos luchando contra fantasmas y no podemos despertar porque nuestro cerebro los cree reales.
Somos animales que sueñan con ser ángeles y en su vida cotidiana se entristecen.