Toda convicción es una cárcel
Es imposible escapar a la ideología, ese conjunto de creencias que rige las normas y valores de nuestra vida y que está regido por una cosmovisión dominante. Pero se puede ser crítico con lo que uno cree. En esa no aceptación pasiva de la ideología comienza la inteligencia.
Hace 45 años, cuando yo tenía 20 años de edad fui preso. Era un militante de izquierda, pero no había cometido ninguna de las acciones por las que se torturó, llevó a prisión 10 años y se me condenó en un Consejo de Guerra (ya conté esto en mi libro “Autoayuda para snobs”).

Siempre fui crítico de mis propias creencias, y más lo era de mi ideología de izquierda, que me dominaba a los 20 años. Pero aún no sabía el enorme poder de engaño que tiene la ideología. Mientras más creyentes somos en una ideología (sea la New Age o el fascismo) menos lo vemos.
Me llevó años, en el difícil contexto de la prisión en Dictadura (durante años no sabíamos si no nos fusilarían esa noche), comenzar a ver que mi ideología (y todas las demás son iguales) así como me permitía darle un sentido coherente al mundo, también me alienaba.
Para encontrarle sentido al mundo y poder actuar necesitamos creer, aunque sea muy críticamente, en esos conjuntos de sentido (de valores y normas) que llamamos ideologías. Pero para pensar, para evolucionar como personas debemos ser muy críticos con esas creencias.
Mientras más enceguecida por su ideología esté una persona más tenderá a creer que el problema de los otros es que tienen una ideología “errónea” (creyendo que la propia es la “verdadera” o la “mejor”).
A pesar de mi visión crítica con mi ideología de izquierda, enfrentarme cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día durante miles de días con la ideología reaccionaria de los militares me dificultaba ver lo erróneo de mi ideología, lo monstruoso que allí anidaba.

Pero también, esa pugna extrema entre mi cosmovisión de izquierda y la cosmovisión de derecha de los militares provocaba fisuras en mí. Fisuras que aprovechaba mi espíritu crítico. Lo primero que me sirvió (lo vi muchos años más tarde) fue ver que El Otro también era humano.
Mi crítica a mi ideología comenzó por la empatía: estaba frente a gente igual a mí, solo que ubicada del otro lado del espejo. Luego de un largo proceso crítico (y de una larga “digestión” de lo que iba aprendiendo y sintiendo) pude ver que ambos lados del espejo son ficciones.
Si el proceso crítico es real, si uno se instala en ese lugar doloroso de la duda permanente (es decir, si apuesta a la inteligencia perpetua, sin anestesia), al final escapa del maniqueísmo que constituye la vida social (y en el que están prisioneras casi todas las personas).
Asi fue que comprendí que la mayoría que tiene una causa (que, por supuesto, considera justa y buena) no adhiere a ella porque se proponga mejorar el mundo (o, al menos, no adhiere a ella solo ni principalemente por eso), sino que lo hace para poder odiar a los del otro bando impunemente.
Me disculpo por mi intolerancia con las militancias extremas que constituyen la vida diaria de la mayoría que veo en las redes sociales. Tratar de ser permanentemente crítico de esas ficciones enloquecidas a veces me hace intolerante con las personas que las militan.

Es difícil (trato todo el tiempo de hacerlo) diferenciar a las personas de sus ideologías enloquecidas, intolerantes, militantes, sesgadas. Sé que la gente no tiene la culpa de estar prisionera de cosmovisiones cerradas y acríticas. Pero soy apasionado y es difícil diferenciar.
Pensar es muy difícil. Actuar, luego de pensar críticamente, es aún más difícil.
Liberarse del sometimiento a la ideología que consideramos mejor es lo más difícil de todo. Porque toda convicción es una cárcel (de la que es casi imposible escapar).